Casi nunca estamos preparados para despedir a los seres que amamos. Siempre queda ese sentimiento de derrota al saber que nada se puede hacer cuando llega ese último momento. Es una sensación agridulce que se conjuga con miedo y desesperación.
Cada uno de nosotros elegimos los maestros para nuestras vidas, que llegan para enseñarnos cosas y experiencias. A veces se manifiestan de manera dolorosa, pero cada partida es en definitiva un regalo en un empaque triste. Siempre quedará un aprendizaje.
Uno siempre quiere una última palabra, un último abrazo, una última mirada, cinco minuticos más de compañía, porque no entendemos que el tiempo es perfecto y que a veces pedir más es prolongar la agonía del apego.
Luego de tanto tiempo no se sí las lágrimas se agoten, pero es prudente hacer manifiesto mi deseo de dejar ir, para que fluyas, para que seas quien quieres ser.
El amor seguirá intacto, pero lo transformaré en agradecimiento permanente por todas y cada una de las veces que fui feliz, por lo que aprendí, por lo que me quedó, por quién fui cuando tuve tu compañía, por quien me convertí, por quién soy hoy.
Dejar ir es también una manifestación de amor, es aceptar el libre albedrío que ha sido el regalo que nos ha sido otorgado para construir.